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Por Alberto Borrini |

Dos maestros del ingenio, unidos por el abrazo de la nostalgia

En los últimos días, dos ídolos de la comedia clásica estadounidense fueron noticia: Jerry Lewis falleció a los 91 años, mientras que se cumplió el 40º aniversario de la muerte de Groucho Marx.

Dos maestros del ingenio, unidos por el abrazo de la nostalgia
Borrini recordó la carrera de estas dos figuras del humor.

En menos de diez días, dos sucesos recordaron a dos ídolos, representantes de dos épocas de la comedia norteamericana, un género por el que siento una enorme simpatía y gratitud porque está vinculado con los momentos más memorables de distintas instancias de mi vida de cinéfilo. El de mayor repercusión mediática, por su carácter de noticia, es la muerte de Jerry Lewis, que ocupó la portada de los suplementos de espectáculos de los periódicos. El otro recordó, con la personal impulsión de la nostalgia, un nuevo aniversario, el número 40, de la desaparición física de Groucho Marx.
Groucho nació en 1890, Jerry casi tres décadas después, en 1926. El primero comenzó a hacerse conocido como uno de los hermanos Marx, primero en los teatros de variedades de segunda o tercera clase antes cobrar fama en el cine y la radio. Lewis filmó decenas de películas con Dean Martin, muchas de ellas prescindibles, como un dueto que continuó la estela abierta por Laurel y Hardy. Dean era el más simpático, buen mozo y además cantaba bien. Su compañero, por el contrario, “un mimo que raya en la idiotez”, según la calificación de los críticos más despiadados.
Creo que terminó por creerlo hasta el propio Dean, y convinieron en separarse en 1956. Jerry comenzó su carrera como solista en 1959, cuando la Paramount entrevió que su humor visual podía llegar a ser muy taquillero y le asignó un director, Frank Tashlin, capaz de sacar el mejor partido de su estilo extravagante. Me cuesta creer que la fusión alcanzaría en 1967 una expresión tan surrealista como efectiva, “El profesor chiflado”, que provocó alguna sensación de culpa en los más exigentes que de entrada lo habían rechazado y que hubiese bastado, prescindiendo de lo que siguió, para abrirle de par en par la puerta del Salón de la Fama de la comedia.
El mismo Lewis dijo que no se creía una persona normal. Lo era, y de sentimientos generosos que manifestaba animando maratones anuales por televisión cuya recaudación donaba a obras de bien público. Pero su personaje era sin dudas anormal, neurótico por más señas, caricaturesco pero capaz de piruetas físicas de otro planeta. ¿Tenía en realidad los mismos huesos que nosotros?
El surrealismo de Lewis, con distintos matices, evocaba el más sutil de Groucho. De todos modos, pese a su humor de estilete, tampoco él pudo eludir el disfraz de los grandes payasos: usó un enorme bigote pintado con betún negro, caminaba a grandes zancadas pero con mucha elasticidad, y nunca se dejaba fotografiar sin un enorme cigarro en la boca.
No sé si alguien indagó en su vida y en sus filmes para inventariar cuántos de sus chistes fueron copiados o disimulados en guiones de programas, anuncios comerciales e incluso políticos. Uno de los más famosos, “Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros”, encontró amplio eco en políticos de todo el mundo occidental, prestos a cambiar de propuestas y de promesas como una veleta expuesta a los cuatro vientos. Pero hay cientos de humoradas de la misma calidad e impacto popular en sus filmes y su autobiografía.
Groucho murió en 1977, a los 86 años, marca nada despreciable para alguien de entraña pesimista, que pasó tantas privaciones en su juventud y vivió tan intensamente en un ambiente considerado tan poco saludable. Su mejor biografía, Hola y adiós, fue escrita por Charlotte Chandler, una periodista de Playboy que lo visitó para hacerle una entrevista y no dejó de frecuentarlo prácticamente hasta su desaparición. Charlotte cuenta cómo evitaba aparecer en público, consciente de su envejecimiento. No quería dejar esa impresión. No obstante, el tiempo le alcanzó para un encuentro con uno de sus herederos, Woody Allen, en el que confesaron su recíproca admiración y cruzaron frases memorables.
“Una de las cosas que lamento es no poder leer tu libro”, bromeó Groucho con Charlotte. En la última etapa de su vida, empleó su última pólvora creativa como animador de un concurso televisivo, Apueste su vida. Por esa actuación fue redescubierto por jóvenes que ni siquiera habían visto sus películas y retornó a un primer plano. Cuando sintió que llegaba la hora, expresó el deseo de que nadie asistiera a su funeral: “Quiero que vayan al cine a ver una de mis películas y se rían. Es el mejor homenaje que puedo desear”. Pero faltaba aún su mejor frase, su epitafio que recibe a los visitantes a los pies de su tumba: “Disculpen que no me levante”.