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EXCLUSIVA DE ADLATINA

“Entre marcas”: Adelanto del próximo libro de Alberto Borrini

Con el sello de Eudeba, será lanzado próximamente “Alberto Borrini. Entre marcas. Memorias del más influyente crítico de la publicidad”, del que se anticipa, junto con su portada, una síntesis de su primer capítulo. Su autor, columnista de Adlatina, recorre medio siglo de su vida profesional y personal, facetas “tan íntimamente entrelazadas que sería imposible tratar de diferenciarlas”, confiesa.

“Entre marcas”: Adelanto del próximo libro de Alberto Borrini
En el primer capítulo de su biografía personal y profesional, Borrini rememora las marcas presentes en su infancia.

Las primeras marcas y anuncios de mi  vida

 

Soy de la década del 30, en la que nacieron también varias marcas muy populares que siguen gozando de buena salud: Hepatalgina, Cocinero, Savora…, y que a su vez escoltaron  a pioneras como Canale, Aguila, Hesperidina, Bonafide, La Martona, entre muchas otras.

Estos memorables apellidos comerciales se mezclan en mi memoria, desafiando a la cronología, con inolvidables latiguillos de mi juventud, casi siempre rimados como “Peinan la vida entera”, de peines Pantera; “Donde un peso vale dos”, de Casa Muñoz; “A usted lo beneficia operar con el Banco de Galicia” y el improbable “Los chicos piden a gritos (Medias Carlitos). Nunca conocí en ese tiempo, menos ahora, a un chico que clame a los gritos por unas medias, a no ser las que antaño nos servían para armar pelotas de trapo y armar partidos en la calle.

Entrañables marcas y refranes que se cruzaban también con frases hechas que circulaban de boca en boca y que hoy, fuera de sus circunstancias, resultan incomprensibles, como “La quinta del Ñato”, que identificaba vaya uno a saber por qué a la Chacarita, y con decenas de vocablos completamente olvidados. Por momentos parece que las personas envejecemos más lentamente que las palabras y que nuestros artefactos, que al descomponerse, diez años después de comprados, galopante inflación mediante, cuesta más arreglarlos que lo que pagamos al adquirirlos.

Todo se esfuma menos los anuncios clásicos, se darán cuenta al verlos, y los sabios maestros que los crearon (Pueyrredón, Ratto, De Luca, Casares, Castignani, Méndez Mosquera…) cuyas lecciones conservan su vigencia.

Es probable que Argentina haya contado, en el primer tercio del

Siglo XX, con más marcas reconocidas que la mayoría de los países de la región, pero vistas desde hoy las novedades eran pocas, muy pocas en relación con las miles que hoy, semanalmente, tientan a los consumidores desde la publicidad y las góndolas de los supermercados.

Menos productos, menos avisos. Pero además, la mayoría de los productos que sostenían la ecuación no los necesitaba. Eran bienes genéricos y de necesidad esencial y cotidiana: leche, pan, azúcar, harina, huevos, queso… Un entorno de nombres sin referencia comercial, es decir, sin marca. Las que había se limitaban a unos pocos productos envasados: yerba mate,  galletitas, licores, cerveza y cigarrillos.

La leche la repartía a granel el lechero, que venía a casa todos los días con un gran tarro de cinc y una medida del mismo metal para servir la cantidad solicitada, a la que agregaba la clásica “yapa” o cortesía del vendedor; los colchones, todos del mismo diseño a rayas verticales rojas y blancas (y no sólo en nuestro país, también en España, razón por la cual al Atlético de Madrid, cuya divisa hasta hoy tiene el mismo dibujo y color, motivo del apelativo de “colchoneros” que los distingue). Aquí los cardaba un artesano que iba a domicilio. El pan se compraba suelto en la era previa al Lactal, que recuerdo como el primer pan de molde con marca.

El inicio de las marcas está estrechamente relacionado con los envases, que al principio sólo tenían la finalidad de proteger y facilitar el traslado del producto. La función de persuasión, hoy mucho más importante que la original en la sociedad de consumo, fue impulsada por la publicidad a través de los medios masivos. Esa necesidad de “marcar”, y de persuadir, coincide además con el principio también de la publicidad convencional.

En todas partes, los más precoces en este aspecto fueron los cigarrillos,  primeros en unir las dos funciones del envase a través de atrayentes marquillas. La fascinante historia de los envases de cigarrillos se remonta a principios del siglo XIX cuando las tabacaleras convocaron para realizarlos a los mejores artistas gráficos, y alentaron a perfeccionarse a los fabricantes de insumos como papel y cartón. El desarrollo de la litografía ayudó a esta función conjunta, y tan temprano como 1809 apareció un libro con los consejos del especialista Owen Jones llamado Grammar of Ornaments.

Una historia más minuciosa de este capítulo de las marcas y los envases figura en mi libro Publicidad, diseño y empresa (Infinito, 2006).

Una de las primeras marcas en aparecer en los estantes del almacén fueron los bizcochos Canale, pero también se vendían las galletitas Visitas y Express, y las yerbas mate Cruz de Malta, Pájaro Azul y Safac, esta última famosa por estrenar la publicidad aérea, practicada por un pequeño avión que escribía con humo la marca en el cielo. No obstante, pese al paulatino crecimiento de los productos envasados, durante largo tiempo, muchos alimentos se seguían comprando sueltos.

En las bebidas, la necesidad de usar botellas apresuró el bautismo comercial, porque había que etiquetarlas. En la casa de mis padres nunca faltaban el Fernet Branca y la Ferro Quina Bisleri, cuyo uso era principalmente medicinal. El fernet era recomendable en caso de malestares estomacales, y la bebida de Bisleri se usaba como vitamina o energizante.

En los botiquines familiares ya había Cafiaspirina, Cirulaxia y Linimento Sloan; en el tocador de las mujeres resaltaban las cremas Ponds, Hinds, la lavanda Atkinsons y el jabón Lux, que según la publicidad internacional usaban “nueve de cada diez estrellas” de Hollywood. 

Redacción Adlatina

Por Redacción Adlatina

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