Publicidad Argentina

EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI

Política: ¿La más cara de las cuatro artes escénicas?

El columnista de Adlatina, el periodista más experto en publicidad política de la Argentina, hace un análisis sobre lo que se hace y deja de hacer en la actual campaña de los candidatos presidenciales en su país.

Política: ¿La más cara de las cuatro artes escénicas?
Borrini: “El debate entre candidatos presidenciales por la televisión abierta en horario central son la asignatura pendiente de las campañas políticas en nuestro país”.

“La verdad es lo más valioso que tenemos. Ahorrémosla”, dijo Mark Twain.

Tiempo electoral, tiempo de disfrute, enunció hace unos años una colega española, argumentando que los funcionarios en busca de una reelección se apuran por hacer las obras que habían prometido al principio de su mandato, y los opositores prometen alegremente otras que hacen falta, para poder entrar con el pie derecho en los inminentes comicios.

Pero no creo que mi colega siga siendo tan optimista. Ya hay poco para disfrutar, y en cambio, más para sentir vergüenza ajena durante las campañas. En España y en otros países, sin excluir el nuestro, el proselitismo ha cambiado tanto que los electores, más resignados e indiferentes, se conforman con que las verdades a medias y las mentiras enteras, al menos, no sean aburridas, no los fuercen a pensar y no desentonen demasiado con los divertidos programas de televisión que interrumpen.

Ironizando acerca de este giro mundial hacia la política como espectáculo, un incisivo humorista gráfico de El País de Madrid, apodado “El Roto”, amplió a cuatro la lista conocida de artes escénicas, a saber: lírica, teatro, danza y… política”.

Cabría agregar que la política es la más costosa de las cuatro. Una de las graves distorsiones del maridaje de la política con el show mediático es el crecimiento vertiginoso del precio de las campañas electorales. En nuestro país, el record incurrido en 1999, algo más de 100 millones de dólares, fue ampliamente desbordado en este siglo, con la excepción de las campañas de 2003, que en conjunto no superaron los 11 o 12 millones de la misma moneda. Es el punto históricamente más bajo de las últimas décadas.

Pero la austeridad de 2003 no se debió a que los involucrados hayan tenido la sana intención de evitar el despilfarro. La principal causa fue la profunda crisis que vivía el país desde 2000, sumada la demonización en que había caído el mal llamado marketing político, convertido en el chivo expiatorio de los excesos de 1999, a tal punto que un candidato, dijo en público antes de iniciar una gira que para ahorrar se llevaba emparedados de milanesa. En 2003 todos tuvieron que cuidar el bolsillo. De todos modos, en mi opinión, el derroche económico, aunque resulte grave no es la peor consecuencia de la política concebida como espectáculo y sujeta a sus reglas, que terminaron por empinar al candidato carismático, histriónico, elocuente, que importa poco, o a pocos, que sea honesto y muestre pergaminos de buen administrador.

Al tope de la lista yo pondría la progresiva pérdida de transparencia, sobre todo respecto de las fuentes de financiación, muchas veces ilegales, que suelen meter en serios problemas a los que ganan apenas se instalan en el poder. Ni hablar de los que pierden. Para gobernar hay que ganar, desde siempre. Pero últimamente también porque hay que lograrlo debido a que el triunfo exime de dar mayores explicaciones sobre las alianzas y el dinero gastado, aunque las sospechas sean cada vez mayores.

Las campañas en nuestro país emplean una vasta batería de recursos, desde los más tradicionales como las concentraciones populares y los compradores de regalos a los electores, hasta los más sofisticados y penetrantes como las redes sociales. Pero el más relevante y decisivo de todos, el debate entre candidatos presidenciales por la televisión abierta en horario central, organizado como en Europa y los Estados Unidos por entidades profesionales, rigurosas e imparciales, son la asignatura pendiente de las campañas políticas en nuestro país.

Janet Brown, quien desde hace 27 años es titular de la Comisión de Debates Presidenciales en Estados Unidos, una organización sin fines de lucro que no recibe dinero del gobierno ni de los partidos políticos, ni está ligada a ninguna cadena de televisión o de noticias, explicó hace poco la particular mecánica de los debates norteamericanos.

Para la experimentada Brown, “el debate es el único momento de la campaña electoral que sigue perteneciendo al pueblo”. Allá se hacen en una universidad elegida entre las muchas que se postulan, debido que su audiencia es casi tan alta como la del Super Bowl. “Es la oportunidad que tiene la ciudadanía de escuchar a los candidatos sin guiones, lo que pone a prueba tanto sus conocimientos como sus convicciones; un exabrupto incontrolado, o un súbito enojo puede hacerle perder todo lo ganado durante la campaña, sobre todo a los que tienen más dinero y llevan ventaja en las encuestas.

Pero hasta que no haya una ley, una norma, o un hábito fuertemente arraigado en la ciudadanía que obligue a debatir a los candidatos, no los habrá en nuestro país porque unos y otros arriesgan mucho en la apuesta. Los que van por una reelección, temen exponer la ventaja que les confiere el ejercicio del poder; a los opositores, que compiten desde el llano, a menudo con menos recursos, podría convenirles debatir, pero siempre que cuenten con voceros aguerridos, agresivos y capaces de hacer visible lo que en televisión es difícil mostrar: la fuerza de las ideas.

 

No obstante, más lamentable aún es que la publicidad política, nacida para iluminar las campañas y sacarlas de la oscuridad de la propaganda, razón por la cual adherí casi incondicionalmente a ella en sus comienzos, terminó mordiéndose la cola. Es más: la propaganda hoy aprovecha algunas de las mañas más arteras de la publicidad, vedadas a los productos y servicios, para convencer al electorado. Sólo una participación más activa y comprometida de la ciudadanía, y de los medios masivos, ayudaría a superar esta pérdida de transparencia.

Alberto Borrini

Por Alberto Borrini

Compartir nota